En los días previos a la Navidad,
es común escuchar en todos lados dos discursos o llamados disputando entre sí.
Por una parte, está el discurso frívolo y descarado que llama a consumir a toda
costa, todo tipo de cosas que puedan hacer de la celebración navideña algo
grandioso ,pero de un modo materialista y pretencioso.
Por la parte contraria, está el
llamado más bien intencionado que afirma que la Navidad no tiene que ver con cosas materiales, sino con la
fraternidad, el compartir con la familia y los cercanos, tal vez con los
necesitados, y que básicamente es una fiesta para los niños.
Tenemos así la discusión entre una postura “materialista” y una
“sentimentalista”.
Afortunadamente, no necesitamos
tomar partido por ninguno de estos bandos en esta estéril y trillada discusión.
En tiempo de Navidad, podemos reflexionar y conversar en torno a hechos
inmensamente más profundos y relevantes. Lo central en esta celebración no son
nuestras acciones ni sentimientos, sino un hecho único, algo que se nos ha dado
sin que nosotros tuviésemos mérito alguno.
Quiero enfocarme en el nombre que
le da el profeta Isaías al Niño que nacería en Belén, hecho que Mateo ve
cumplido: EMANUEL, Dios con nosotros. Pero primero tomemos conciencia de
aquello sobre lo cual estamos hablando; todos los días están naciendo niños,
pero, ¿cuándo nos han dicho que el pequeño que acaba de nacer es nada menos que
DIOS MISMO?
¡Ese es el misterio, el milagro,
la maravilla!; esto es precisamente lo que creemos que ocurrió la noche que da
origen a la Navidad. “Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad:
Dios fue manifestado en carne”, dice el apóstol Pablo (1 Timoteo 3:16). Si no
creemos en algo así, la celebración se vuelve un sinsentido, mero
sentimentalismo o, peor aún, puro materialismo.
¡Pero este niño que nació hace
unos dos mil años es Emanuel! Es Dios en carne y hueso, Dios mismo, el creador
del mundo, ahora está ahí dentro de su mundo, frágil como puede ser un recién
nacido, pero sigue siendo Dios, ¡Dios entre nosotros los mortales! La
Encarnación ―Dios en cuerpo humano―, dice C. S. Lewis, es el mayor milagro de
todos, el que explica todos los demás prodigios.
El cristianismo afirma que Dios
es un Dios cercano, accesible, al alcance de cualquiera que quiera encontrarlo,
porque él ha descendido a nuestra condición, y lo que es mejor, ofrece
establecer una estrecha relación con cada hombre y mujer.
Ya en el Antiguo Testamento,
después de que Dios entrega la Ley a Israel, Moisés llama la atención del
pueblo preguntando, “¿Qué nación tiene dioses tan cerca de ella como lo está de
nosotros el Señor nuestro Dios cada vez que lo invocamos?”. Pero hay más aun;
pues más tarde, cuando Cristo viene al mundo, cuando, como dice Juan, el Verbo
hizo su habitación entre nosotros, él traía algo aún mejor que la Ley: la
gracia, ―el amor, la compasión― y la verdad, y de esta forma dio a conocer
plenamente a Dios (Juan 1:14-18).
Es por esto que, de modo similar,
los cristianos podemos decir: “¿Qué religión, qué filosofía, qué creencia tiene
una verdad y un Dios como el nuestro, tan cercano y amoroso como el nuestro,
que está entre nosotros, ha vivido en la condición humana, y más aún, ha
querido vivir en nosotros?”.
Nuestra atención debe estar
puesta, entonces, en aquello que Dios ha hecho por nosotros. Él se ha acercado,
ha descendido al nivel humano para levantar al ser humano caído y devolverlo a
una vida divina. Y no podía ser de otra forma: el Salvador, el Mediador, tenía
que ser Dios-Hombre.
Era necesario que fuera Dios
mismo, pues solo él, a quien habíamos ofendido, tiene la autoridad para
perdonarnos y restaurarnos a su imagen; pero también tenía que ser Hombre, pues
así comprende nuestra condición y es misericordioso. Esto es lo que deja en
claro el autor de Hebreos (2:14-18).
Otra forma de salvación es
imposible, pues todas las demás son, o bien demasiado terrenales, fútiles y
superficiales, o demasiado elevadas, utópicas e inaccesibles. Ningún regalo,
pues, ningún otro milagro tiene importancia si no creemos ni recibimos este
grandioso presente: Cristo y su salvación. Es él quien da significado a
cualquier obsequio y buena acción que nosotros podamos hacer, si lo hacemos a
la luz de lo que ya ha sido hecho por nosotros, en gratitud al don celestial.
En nuestra reflexión navideña, no
nos conformemos con menos, no dejemos de contemplar y abrazarnos a este
magnífico acto de la compasión divina. Aunque nadie en el mundo hiciese regalo
alguno, aun así tendríamos muchísimo de qué alegrarnos, pues Dios ha querido
donarse a sí mismo para nosotros. Y lo bueno es que este hecho no solo podemos
conmemorarlo en Navidad, sino que podemos apropiarnos de él e imitarlo en todo
momento en la vida.
Por Elvis Castro.
Fuente: Estudios evángelicos.org
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